Desde muy pequeño siempre tuve claro lo que quería estudiar. Con 8 años mi padre nos regaló a mi hermano y a mi nuestro primer ordenador, un Comodore 64 que me introdujo en el apasionante mundo de la informática, y que todavía conservo con cariño en algún rincón del trastero. Después, como muchos chicos de mi generación, pasé por ordenadores cada vez más potentes, como el mítico Spectrum con su unidad de cinta, o el Amstrad CPC 6128 con sus nada despreciables 124 Kilobytes de memoria RAM (cien mil veces menos que algunos de los smartphones actuales).
Fue a la edad de 11 años cuando tuve mi primer PC de sobremesa y, impulsado por mi padre que había adquirido semana tras semana los fascículos en el quiosco de la esquina, hice mi primer curso de programación de ordenadores en lenguaje C. A medida que devoraba su contenido me iba apasionando cada vez más la idea de poder hacer que una máquina, a través de una serie de instrucciones, hiciese lo que yo quería. Se abrió un abanico inmenso de posibilidades ante mí: podía pintar figuras en la pantalla, calcular decimales del número pi, escribir un programa para resolver laberintos o cualquier otra cosa que se me ocurriese. Pocas semanas después de finalizar el curso ya dedicaba una media de cuatro o cinco horas diarias a programar. Estaba decidido: me dedicaría a ello el resto de mi vida.
A menudo pienso que tuve mucha suerte al encontrar mi vocación siendo tan joven, pues muchos compañeros de instituto llegaron al momento de decidir qué carrera universitaria estudiarían sin una idea clara. Siempre he pensado que no hay nada mejor que estudiar lo que te apasiona para disfrutarlo y acabar siendo un buen profesional, independientemente de la rama que elijas. No comparto el pensamiento de la gente que renuncia a estudiar lo que le pide el corazón por razones como que esa carrera no tiene salidas.
Aún recuerdo mi primer día en la facultad de informática de la Universidad Autónoma de Madrid. Yo tenía 18 años, muchas ganas de aprender, y 7 años de bagaje programando ordenadores personales de manera autodidacta. Lo que más se quedó grabado en mi mente aquel día fue una de las primeras frases que pronunció el profesor: “¿Para qué sirve la informática?”. No entendía cómo era posible que, después de llevar más de media vida trasteando con ordenadores, nunca me hubiese hecho esa pregunta. La respuesta del profesor me dejó estupefacto: “En sí misma, para nada. Es una ciencia que sirve para ayudar a las demás”.
La informática por sí sola, como bien afirmó aquel profesor, no tiene mucho sentido. Al igual que las matemáticas, se trata de una disciplina que sólo cobra valor al lado de otra, a la que sirve como herramienta de ayuda. Así, por ejemplo, ciencias como la medicina, la biología, la geología y muchas otras se han visto impulsadas por los avances tecnológicos. Análogamente, otras ciencias como la física o la estadística se apoyan en las matemáticas como herramienta fundamental.
Resulta curioso que las matemáticas sea la segunda de mis vocaciones, la única alternativa real que me habría planteado estudiar si no hubiese conseguido la nota suficiente para ingresar en ingeniería informática. Inconscientemente, sin haber pensado sobre ello, las dos disciplinas que más atrajeron mi atención en mi época de estudiante resultaron ser aquellas que consistían en ayudar al resto.
Ese afán por ser de utilidad a los demás me ha acompañado a lo largo de los más de 15 años de experiencia como profesional de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Hay una máxima que siempre repito en mi profesión: los informáticos nos debemos a nuestros usuarios, estamos aquí para ayudar a los demás a hacer mejor su trabajo, y el nuestro no tendría sentido sin ellos. Este enfoque ayuda a enfrentar los requisitos del usuario desde un punto de vista distinto, poniéndote en su lugar y haciendo tuyos sus problemas, en definitiva, empatizando con él. Pero no todos los del gremio entienden así nuestra profesión. Muchos informáticos consideran al usuario como un estorbo, alguien que viene a darles trabajo complicarles la vida, que no sabe lo que quiere. Se podrían contar por cientos las veces que he escuchado comentarios del estilo: “ya está fulanito incordiando con que no le funciona el ordenador, a ver si me deja en paz, que se las arregle solo”. Me parece un error mayúsculo partir de la premisa de que el usuario, nuestro cliente, es nuestro enemigo.
Hace años estuve impartiendo clase a los futuros ingenieros informáticos en la Universidad Carlos III de Madrid. En mis clases siempre intenté combinar la enseñanza de conocimientos técnicos con aquellas cosas que solo la experiencia o la reflexión te hacen comprender. Traté de trasmitirles ideas como que la informática no tiene sentido aislada del usuario final, que es quien, al fin y al cabo, tiene los problemas que la tecnología se encarga de resolver. Creo que estaría bien que los alumnos recibiesen este tipo de formación de manera reglada, las universidades deberían de plantearse introducir en el programa de sus grados en ingeniería informática alguna asignatura dedicada a la inteligencia emocional, la empatía con el usuario y el trabajo en equipo.
No me gustaría finalizar sin destacar que este enfoque de la profesión desde el punto de vista de la empatía es algo que también trato de aplicar a mi vida personal. Estoy totalmente convencido de que, cuando uno se entrega a los demás para ayudar, poniéndose en su lugar, se siente muy gratificado sin necesidad de esperar nada a cambio. Aunque hoy todavía es muy pequeño, llegará un día en que mi hijo hable y me pregunte por lo que hago en el trabajo. En ese momento cogeré aire, inflaré el pecho y estaré muy orgulloso de decirle a lo que me dedico: a ayudar a los demás a resolver sus problemas. Eso, en esencia, es en lo que consiste la informática.